La tendencia a hacer cosas de forma remota crece cada día. La expansión del internet no solo ha conectado a personas de distintas partes del mundo como nunca, sino que muchas actividades que hace apenas unos años exigían inevitablemente ir de un lugar para otro se han transformado radicalmente con la facilidad de los encuentros virtuales. Junto con la banca en línea, las videoconferencias, los cursos a distancia y muchos otros servicios disponibles en internet, algunas iniciativas que hace apenas un par de generaciones se hubieran tenido por disparatadas —como el turismo virtual, los funerales por Zoom o las grabaciones multicanal con músicos en distintos continentes— ya nos resultan tan ordinarias y cotidianas como ir al supermercado lo era para nuestros abuelos. La investigación musical tampoco es lo que era antes. Muchos archivos cuya consulta exigía largos viajes y una alta dosis de paciencia entre anaqueles y folios ya se encuentran digitalizados y hasta se pueden consultar por palabras claves. Pero, además, la idea misma de ‘trabajo de campo’ ahora engloba un número cada vez mayor de proyectos virtuales.
Hace unos pocos años, por ejemplo, el musicólogo William Cheng realizó una ‘etnografía virtual’ con el fin de estudiar la música y las prácticas musicales en LOTRO (The Lord of the Rings Online), un video juego en línea que para el 2011 ya contaba con más de 600.000 jugadores alrededor del planeta. Para aquellos versados en aventuras etnográficas y antropológicas más convencionales, el plan de una etnografía sin salir de casa, solamente frente a una pantalla, puede parecer un despropósito o incluso una ofensa metodológica de proporciones descomunales al legado de la observación participante o al recuerdo de etnógrafos legendarios como Bronislaw Malinowski. Pero la etnografía de William Cheng —presagio de las reinvenciones epistemológicas de tantos investigadores en estos tiempos de pandemia— no es, en el fondo, del todo diferente de las incursiones etnográficas de los antropólogos y etnomusicólogos de antaño. No viajó miles de kilómetros ni vivió por meses con otra comunidad ni tuvo que alterar radicalmente su dieta. Sin embargo, pudo estudiar y comprender, de primera mano, un universo social con sus propios significados culturales, sus propios rituales, sus propios mecanismos de regulación y, por supuesto, su propia música.
Cheng ingresó al mundo virtual de LOTRO, como es de suponerse, como un jugador (o un avatar) más. Pasó cerca de nueve meses inmerso en el video juego, interactuando con otros avatares digitales, en especial en los escenarios de esparcimiento y diversión provistos por la misma plataforma —tales como las posadas y tabernas virtuales donde se encontraban los jugadores luego de sus jornadas de combate— y en donde la música era a menudo un ingrediente fundamental. Entre otras cosas, Cheng pudo identificar dos maneras en que los avatares, convertidos ahora en músicos virtuales, hacían música para sus congéneres de la ‘tierra media’. Por un lado, estaba el freestyle —o estilo libre— en donde los jugadores utilizaban el teclado del computador como si fuera un instrumento musical, produciendo las notas y el ritmo ‘en vivo’ y en tiempo real. Y por otro lado, los jugadores podían subir y activaban archivos de audio para reproducir la música dentro del juego mientras sus avatares pretendían estar tocándola. Pero no era cualquier archivo de audio. Estos archivos, conocidos como ABC, eran fruto de un sistema de escritura musical gestado a partir de un procesador de texto. En otras palabras, los jugadores escribían (o descargaban) la ‘partitura’ como un código de letras, números y símbolos que indicaban la duración y la altura de los sonidos, en un sistema muy parecido al que permitía escribir melodías para ringtones en el clásico teléfono celular Nokia 1100. Estos dos sistemas de producción musical en el mundo virtual de LOTRO daban lugar a múltiples debates entre quienes usaban una u otra modalidad, pero también daban pie a situaciones musicales de todo tipo en las que, si bien muchos usuarios preferían melodías renacentistas o que evocasen el imaginario cultural de El señor de los anillos, melodías famosas de Michael Jackson, Green Day, ABBA y otros artistas ‘modernos’ también eran frecuentes en el paisaje sonoro.
Con todo, no se trataba siempre de situaciones musicales cordiales o ‘armoniosas’. Además de fiestas y conciertos coordinados hasta en los más mínimos detalles, estos mecanismos de producción musical también hacían posible la maquinación deliberada de instancias de disrupción y violencia sonora así como la manipulación de la vida social-virtual. En este sentido, aquello de hacer musicología por internet no es solo una forma de innovar metodológicamente ni de adaptarse a las nuevas tecnologías o las restricciones que el mundo pandémico y pos-pandémico nos impone. La verdad es que muchas cosas pasan en el ciberespacio y hay que dar cuenta de ello. A finales de la década de 1990, a la sazón de la desaparición inevitable de estilo de vida tradicional de muchas sociedades indígenas con el avance irrefrenable de procesos de homogenización cultural a nivel global, hubo muchos que, llenos de pesadumbre, anunciaron el fin de la antropología. Pero con el paso de los años y la constatación de que la antropología se resistía a morir, fueron cada vez más quienes se convencieron de que había tarea para mucho tiempo: incluso, como terminó por reconocer alguien, «si los seres humanos llegan a colonizar la luna o Marte habrá antropólogos en esos lugares». Si vivir en el espacio exterior todavía suena a un cuento de ciencia ficción, en cambio son cada vez más las experiencias que se trasladan al mundo digital. Y si la música pulula por doquier en la web también habrá que prestarle atención, sin perder de vista todo lo que, afortunadamente, sigue ocurriendo fuera de las pantallas, de las cámaras y de los micrófonos.
Esta es la última entrega en esta serie de artículos para pensar la musicología hoy por hoy —¿con qué se come y a qué sabe? Pero ya vendrán otros temas y otros artículos. No se los pierdan, que para esto también tenemos el internet.