Por: Enrique Ramírez García
En memoria de Raúl Ramírez García (QEPD)

Corrían los años setenta; éramos una familia de ocho integrantes, mis padres Arcadio y Margarita, y mis hermanas y hermanos; Consuelo, Raúl, Jaime, Enrique, Daniel y Carmen, en ese orden.
Vivíamos justo en el centro de la Colonia del Valle, del barrio de Tlacoquemécatl.
La situación era triste en pobreza total. Con una ironía terrible de la vida, ya que mi padre y mis tías eran propietarios de un terreno de aproximadamente media manzana, de un valor económico considerable por la ubicación del terreno en dicha colonia.
Sin embargo, la familia Ramírez García vivía en un cuarto de seis metros cuadros, hacinados y los únicos que contaban con una cama eran mis padres y mi hermana la mayor, los demás integrantes dormíamos sobre tapetes en el piso.
Esta situación en nuestra infancia fue difícil, aunado a que no podíamos salir a jugar al patio porque éramos reperimidos por la abuela paterna, ya que no contábamos con su simpatía y cariño, lo que nos orillaba a permanecer encerrados en aquel cuarto por horas, esperando la pronta llegada de mi hermana Consuelo de la escuela o la de mi mamá de trabajar.
Con el paso de los años mi hermano Raúl se convirtió en gran ejemplo para la familia, fue un personaje único, digno de admiración y ejemplar, ya que a sus 10 años de edad empezó a trabajar en el mercado de Tlacoquemécatl; realizaba canasteo (ayudaba a cargar las bolsas de mandado a las personas), limpiaba pisos en los negocios de las pollerías, carnicerías y misceláneas de ese lugar.

Pronto se ganó la confianza y respeto de los locatarios; emprendió el trabajo de dependiente, atendía y repartía los pedidos a domicilio de miscelánea, pollería, carnes frías y embutidos.
A pesar de su valioso esfuerzo, la economía en casa era precaria y desesperante, lo que lo llevó a “obligarme” a trabajar con él, aun cuando no quería hacerlo, y a costa de mi rebeldía y a pesar de mis siete años de edad “tuve” que hacerlo para ayudar a mis padres a sostener el hogar.
Sin saber lo maravilloso que ocurría con esa situación, en esos años los dos formamos un gran equipo, esa mancuerna dio inicio a una etapa de compañerismo entre ambos, una “positiva complicidad” que duró muchos años entre Raúl y el que escribe.
Él me llevaba a todos lados a trabajar, pensaba que era algo que a mí me agradaba, pero el hecho era que a mi corta edad detestaba esa lucha y empeño por hacer todo lo necesario para llevar a casa el pan a la casa y poder comer, una gran ironía de la vida, porque no sabía aún lo valioso de su sacrificio.
En esos momentos en que afloraba mi rebeldía para apoyarlo en su noble labor de aportar a la economía familiar, me daba unas “felpas” terribles, obvio no me agradaba, pero al final terminaba obedeciendo y me tenía que guardar muy dentro mi llanto y coraje.
Con el paso de los años, empecé a entender a mi hermano mayor, entendí que el esfuerzo que realizaba para apoyar en todo lo que podía a mis padres era para hacer menos pesada su carga. Mi hermano Raúl era un auténtico guerrero, siempre dándole su mejor esfuerzo a todo lo que veía, y era sólo por ayudar, desinteresadamente, fue así que empezó a forjarse mi admiración, cariño, amor y sobre todo respeto hacia mi hermano Raúl.
Además de que fue una gran persona y ser humano, también fue un gran deportista. A los 17 años tuvo la oportunidad de jugar en el Club Atlante, pero declinó la invitación ya que no quiso alejarse del seno familiar y continuar con el apoyo a mis padres, a la distancia hoy sé que mi hermano se sacrificó por su familia.
Después, me llegó la oportunidad a mí de jugar profesionalmente y por el simple hecho de aceptar la oferta, me regañaba e increpaba en cada oportunidad que teníamos, me decía con gritos que era un “mercenario del futbol”, esas eran parte de nuestras discusiones, las cuales terminaban siempre acompañándome a los entrenamientos o los juegos, lo que lo convirtió para mí en un segundo entrenador, pero sin dejar de regañarme por casi todo.
Así fueron pasando muchos años de nuestras vidas, siempre juntos y disfrutando de los buenos momentos que nos brindaban las circunstancias. Aquellos malos tiempos de pobreza total ya habían quedado atrás, aunque seguíamos siendo pobres, pero ya nunca nos faltó qué comer o con qué vestir.
Yo decía que éramos los tres “García”, era parte del sobrenombre de los amigos del equipo ‘Deportivo Valle’, fundado por Raúl y Daniel, mi otro hermano, el más pequeño, quien siempre tuvo un acercamiento especial y en donde tuvimos la oportunidad de participar los tres; Daniel primero como jugador y después como entrenador. Daniel, era el más tranquilo de los tres. Pero siempre juntos, como siempre lo hicimos.

Otra de las grandes etapas de nuestras vidas fue el acercamiento deportivo con mis sobrinos, los cuales le seguían hasta la fecha, Daniel Hernández (Zague), Francisco Javier (Panchito) y David Hernández (Puma), quienes a temprana les acompañaban a todos los campos deportivos y en lo personal sin despegarse del gran “rulo”.
Siempre le tendré mi gratitud y admiración a Raúl por todas sus enseñanzas en esta vida. Agradezco a Dios la oportunidad de habernos dado un hermano como él y de haber sido el mejor padre y esposo, siempre lo intentó y lo pueden constatar su esposa María Eugenia y sus hijos Raúl, Mario y César.
Hermano, con el corazón y el alma te lo digo, sé que me escuchas; me duele en el alma tu partida, nos faltaron muchas cosas por hacer en esta vida, te voy a recordar siempre y ahora te escribo algo que nunca te dije, te admiré siempre y quiero que sepas que tendré en ti el mejor y más grande ejemplo a seguir.
Dios te bendiga y te tenga en su seno.
No sé cuándo, ni quiero saberlo, pero si de algo estoy cierto es que algún día nos volveremos a reencontrar.